La roca…
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Autor: Rafael Ángel ©
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El cansancio del día ya había completado su tarea.
Me había quitado fuerzas. Aquellas fuerzas que
otrora
me hicieran recorrer los cerros, a campo traviesa
por visitar a la mujer amada, que mi alma atesora.
Aquella hora, donde hasta el sol siente que está
cansado,
y marcha retirado a recostar su cabellera al
horizonte,
allí, entre los montes enjaulados, de pitirres
cantores
y dulces trinos de pichones, que cantan su pasado.
Allí, hacia un lado, entre miles de arbustos y de
flores,
de margaritas, lirios, azucenas… de claveles y rosas,
que circunvuelan mariposas, llenas sus alas de
colores,
llegué a la vieja roca, a descansar mi alma perezosa.
¡Cómo te añoro, mujer! ¡Hembra de mis amores…!
Allí en la soledad de las montañas, al olor de la
caña,
allí recuesto mi cabeza, donde la luna, al llegar,
se baña
muy escondida de su novio, el sol, entre arreboles.
Mi roca, dura masa que en nada se parece a mi
almohada,
recibe mi soñar, a cada tarde del regreso de mi
estar,
con la mujer que vive al otro lado, en la cañada,
y ya con mi cabeza recostada , comienzo a descansar.
El trino del jilguero se desplaza, muy suave y
dulcemente,
en la recién llegada noche, que a mis ensueños baña.
Más allá, puedo ver cómo se va vistiendo,
lentamente,
dejando su verdor saliente, por tul de gris, una
cepa de caña.
Y la roca se acomoda entre mis sienes, y se ablanda.
Oigo su suspirar, y su dormir, los dos, y reponer
las fuerzas que quedaron atrás, al borde del
trillado aquél,
entre las dos montañas y el camino, allá en la falda.
Allí, mi pecho al cielo, sobre la roca pongo yo mi
espalda.
El descanso aventaja a mi cansancio. Me digo: —¡duermo!
El colibrí, desesperado, canta con el rápido batir
de sus dos alas,
y Morfeo hace su acto de presencia en mí… y quedo
yermo.
Y allí comienza el recordar. Y muy metido entre mi
sueño,
te veo erizada, temblando, sudando, muy llena de
pasión,
por lo que allí, en tu virginal cuerpo, horas antes
marcara,
cuando tendidos ambos en tu cama, yo te entregaba el
corazón.
Tu transparente bata de algodón, ya me insinuaba
los hermosos contornos de tus senos… y del pezón que,
como niño,
muy recostado de tus pechos, dulcemente mamaba,
sintiéndome goloso, mientras chupaba tus
transparentes gotas con cariño.
Y tus manos se posaban en mi pecho, deseosas, con
delirio,
mientras tus ojos, muy brillosos, cautelosos,
miraban,
y tus labios, golosos de placer, sobre los míos
temblaban
sintiendo nuestros humedecidos cuerpos, sudorosos de
brillo.
Minutos antes… —recordaba— mi mano estaba deslizada
entre tus piernas, interponiéndose entre su
hermandad,
muy permisibles con mis dedos, a jugar libremente,
golosos,
entre el placer del pozo. Y tú, callada y
lujuriosamente, disfrutabas.
Antes del antes, ya tu boca palpaba dulcemente,
los contornos de mi sexo que, sin tregua en su
jornada,
sentíase hervir. Ya henchido, y como un demente,
y con la rigidez que tiene un muerto, a ése tu
cuerpo virginal, entraba.
¡Cómo gemías, mujer! Cómo al sentir… ¡gritabas…!
¡Cómo tus labios se mordían, hinchados, con el
hambre,
esa hambre de lujuria, de pecado, llena de amor y
sangre
que de ese cuerpo juvenil, terso, hermoso, tibio… ¡
brotaba!
Aquella blanda cama, testigo fiel y mudo que cada
mañana
observaba, con envidia inerte, nuestra sesión de
amor.
espiada sola y muy discretamente… por tu almohada,
mientras el jardinero, en el jardín, ansioso, corta
y huele su flor.
Allí, tu cuerpo sobre el mío, con brusquedad, se
revolcaba.
Y no se retiraba hasta sentir el tibio baño en leche
y miel
que en tus entrañas, gota a gota y muy despacio…
destilaba
vestido de blanco, lleno de muchas vidas, mas sin
piel.
El gorjeo dulce de un canario hizo mi sueño
estremecer.
Se había perdido, interrumpido, entre rayos solares,
y la venida pronta e inmaculada, de aquel amanecer
que ya, deseoso por vivir, me despertaba… del sueño
de un ayer.
Y, como todo buen andante, machete en mano, ya sin
estrellas,
siempre pensando —tal vez— en el “a ella” volver,
y descansar soñando, muy hombre, muy humano… ¡sobre
la roca aquélla!
de lo mundano a lo sutil, y por aquel camino… ¡y en
el atajo aquél…!
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Rafael Angel |