Manto de estrellas...
Autor:  Rafael Ángel Cortés©

Bajo una luna clara, llena de resplandores,
bajo el manto del cielo y estrellas saltarinas,
vi una imagen tendida sobre un manto de flores,
rodeada de azucenas, de nardos y de ortigas.

Los rayos de la luna bajaban lentamente,
posándose, despacio, sobre aquella figura
que, lozana y radiante, mostraba su saliente
belleza de aquel cuerpo tendido en la llanura.

Era hermosa y flamante, como el rocío y la lluvia,
exquisita y rosada, como rosa del campo;
su quietud: excitante. De cabellera turbia,
ondulando en el aire que aromaba su manto.

Su respirar: profundo. Y su cuerpo de diosa
diría...  semidesnudo,  bellamente mostraba,
al único testigo que en la noche tan moza,
extasiado en sus líneas, su erotismo excitaba.

Sus caderas medidas;
su cintura era nada; 
y sus pechos, benditos,
de leche rebosaban
allí erguidos al viento,
recreando mi mirada.
Y sus muslos brillaban
como brillan las perlas
que han nacido en las conchas
que en los mares brotaran.

Oh, tentación divina: 
¡cómo me acerco a ella... !
¡Cómo toco sus labios
sin que ella me sintiera...!
¡Cómo chupo las mieles
que de sus pechos fuera.
¡Cómo beso sus muslos
sin respirar, siquiera...!

Sus brazos extendidos; de forma igual sus piernas
sobresalen hermosas, apuntando a ladera
que, lánguida, a su frente,  con mil miradas tiernas,
envidian los narcisos e igual las azucenas.

Y yo, muy cauteloso, sin aspirar siquiera,
me acerco lentamente,
como gato en la selva,
y poso mis mejillas sobre la que durmiera
echada sobre el lecho
lleno de madreselvas.

Y siento su respiro pausado que se enerva.
Y mi cuerpo, a su lado,
tiembla...terrible... ¡tiembla...!
Veo entreabir sus labios
que, de diosa, conserva.
Y allí poso mi boca
y penetra mi lengua
saboreando esa savia
que fluye y que no merma.

Y siento que se mueve... que casi se despierta
y yo temblé de miedo
por tenerla tan cerca.
Pero hay un dulce sueño que en ella se recrea,
y siente que mis labios
la desean...   ¡La desean...!
Y mis manos se posan en su vientre, muy cerca,
y su rostro, empapado, sin despertar voltea.

Mis labios han bajado con gentil sutileza
hasta llegar al punto
de sentir su entrepierna
que se abren como un muro
cuando se abren sus puertas.
Y sin perder segundos,
como soldado en guerra,
mi boca allí se posa
y a su monte se aferra
permitiendo que, loca,
revuelque allí mi lengua
que en su pasión destroza
sin dar tregua... ¡sin tregua... !

Y escucho los gemidos de placer que provoca,
y  movimientos cálidos, su cuerpo contonean;
y mis dedos muy diestros, en su pezón retoza,
y cientos de gemires, como trinos, gorjean.

Y aquella ninfa hermosa, sin despertar siquiera,
ya presiente un gran éxtasis,
un orgasmo ya acecha
la entrada de sus labios
que, mojados, flaquean.

Y un grito como espanto, como dolor, permea;
y su boca se muerde, y su rostro tornea.
Y en un placer inmenso,
como si no existiera,
hacemos el amor
como jamás se hiciera.
Y en gritos de agonía que aquel placer provoca,
yo le muerdo sus labios
y ella exprime mi boca.
Y me rasga mi espalda con sus uñas bermejas;
y entierra como clavos,
sus dedos en mis piernas.
Me abraza y me destroza
mi cabellera blanca,
con su pasión morbosa
y sensual de Himenea.

Y aquella dulce dama, ya convertida en fiera,
al menor movimiento
sobre mí sube... entera.
Sus movimientos bruscos,
cual salvaje tigresa,
 hacen saltar un río con palidez de muerta,
que recorre sus carnes
y baña su grandeza,
y le tiñe de blanco
sus adentros de fresa.

Y ya cae, extasiada, sobre la cuna blanda
y cubierta de yerbas,
con olor a rosales
y olor a madreselvas,
bajo una luna clara,
bajo un manto de estrellas.
Y allí duerme muy plácida
esa mujer... ¡aquélla...! 

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©

 

 

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